XIV Curso de Taichi en el Parque
Domingo 15 de Septiembre de 2013, diez y cuarto de la mañana.
La quietud del Parque del Oeste a estas horas es maravillosa. Hace una temperatura perfecta para realizar ejercicios al aire libre, ni demasiado fresca ni demasiado calurosa, y algunos viandantes cruzan el parque en silencio dirigiéndose a sus quehaceres matinales en un día de descanso como este. Miro al cielo, ligeramente nublado, y espero que levante a media mañana, porque si no clarea, no tendremos demasiados practicantes hoy.
Es la decimocuarta edición del Curso de Tai Chi en el parque organizado por la escuela y este año no parece haber demasiado interés. Puede que sea la hora, demasiado temprano para algunos, o puede que sea cuestión de modas y en ese aspecto, este es un ejercicio minoritario. En cualquier caso, no parece que vaya a haber demasiada gente hoy por aquí.
Aparece el maestro en lontananza, caminando sin prisa, hasta que llega al lugar donde se va a impartir el curso. Luego llegan un par de personas, una mujer y una chica joven, probablemente madre e hija, preguntando si va ha haber cursillo hoy. Se les responde que sí, que vamos a empezar en breve y que se nos unirán más personas a medida que avance la mañana.
El cursillo empieza, como todas las sesiones, con un periodo de calentamiento y estiramientos ante la curiosa y educada mirada de los viandantes, mientras el sol asoma tímidamente por entre las hojas de los árboles. Poco a poco, a las explicaciones del maestro se van uniendo más personas que han sabido del cursillo y que se incorporan progresivamente. Unos son alumnos de la escuela y otros no. Hay algo en el movimiento pausado de los aprendices que atrae miradas llenas de curiosidad. Curiosidad por una actividad demasiado alejada de nuestra mentalidad occidental y de su concepción del ejercicio. Como todas las artes internas, el Tai Chi tiene un componente que no se manifiesta tan vívidamente como en otras actividades físicas pero que sí que es percibido de un modo sutil por los practicantes casi desde los primeros instantes. Pronto, las antiguas técnicas comienzan a hacer su benéfico efecto y los cuerpos entran en calor. Algunas chaquetas son depositadas en uno de los bancos a medida que el suave calor se extiende por los miembros. La clase prosigue después su ritmo sin interrupciones, de modo lento y fluido, casi en movimiento continuo.
Y así, silencioso, el tiempo transcurre y llega la hora de terminar con la sesión. El maestro agradece la asistencia de los presentes a la actividad de esta mañana y da por concluida la clase. Los participantes, unos ocho, parecen más relajados que al comienzo, y este hecho se percibe en sus rostros y en la propia postura de los cuerpos. Después el grupo se disuelve lentamente, cada cual poniendo rumbo a sus obligaciones en este domingo. “Ha estado muy bien” comenta alguno.
Caminando de vuelta a mi vehículo, vivo fuera de la ciudad, pienso que yo también puedo afirmar que ha estado muy bien y que me siento estupendamente tras hacer la práctica al aire libre.
Francisco Tapia